A la hora de plantear y juzgar un cuadro de situación es indispensable empezar por entender cuál es el modelo o el plan que se está aplicando. Sucintamente: hasta hoy, el plan económico de esta administración nacional se ha basado no en bajar el gasto público – madre de nuestros principales problemas económicos – sino en financiarlo. La opción elegida ha sido bancarlo tomando deuda, fundamentalmente en moneda extranjera.
Como resultado de ello, surgieron tres consecuencias o subproductos inevitables. El primero e inmediato fue un atraso cambiario creciente, generado por las divisas que ingresan. Otro efecto concatenado fue el déficit externo también creciente, que en 2017 fue enorme: sumó nada menos que US$29.000 millones. Tomamos dólares y los utilizamos en gasto ordinario (apenas 4% del gasto va a obras públicas que mejoren nuestra competitividad), y en su mayoría vuelven a irse, aprovechando el atraso del tipo de cambio, que subsidia la salida de capitales.
El tercer subproducto de este programa económico fue el endeudamiento – también creciente – del Banco Central, con el objetivo de evitar que los pesos emitidos para comprar los dólares captados en los mercados de deuda se vayan a precios (entre ellos, al tipo de cambio). Esto conforma una peligrosa bomba cuasi fiscal.
Cuando esta deuda trepa -impulsada por la necesidad de solventar el gigantismo estatal- más allá de cierto punto, se vuelve autónoma. Pasa a crecer con independencia del déficit fiscal: aunque éste desaparezca milagrosamente, de la noche a la mañana, esa deuda cuasi fiscal tiene asegurado su continuo crecimiento por el solo hecho de la capitalización de los intereses (a tasas que, por fuerza, son cada vez más elevadas para mantener a los inversores en el redil).
Cuando el atraso cambiario y el desequilibrio externo alcanzan niveles muy altos -esto es, cuanto más evidente se torna la necesidad de un reacomodamiento cambiario que reequilibre los flujos de divisas-, el riesgo de explosión de esa bomba se vuelve importante. Lo mismo puede ocurrir cuando intervienen factores exógenos, que alteran las condiciones requeridas para sostener el modelo, como puede ser la pérdida de acceso a los mercados de deuda o una suba del costo de financiarse a nivel global. Los traspiés sufridos por alguna emisión privada, la suba de rendimiento de los treasury bonds y el cambio de tono de los mercados accionarios han confirmado lo que se temía: el último ciclo de financiamiento amplio y barato ha llegado a su fin.
La tríada de desequilibrios expuesta constituye una amenaza muy seria. Pero ellos son solo una consecuencia del problema de fondo de la economía argentina, el gigantismo estatal.
En este contexto, desde diciembre se observaron ostensibles tironeos entre parte del gabinete económico y el Banco Central. Si se pretende caminar por una cornisa y a la vez hacer malabarismos, el riesgo de caerse aumenta.
Con una política fiscal tan expansiva, la inflación no fue mayor porque se compensó parte de esa expansión con una política monetaria contractiva: si todos los pesos que se emitieron para comprarle al Tesoro los dólares captados estuvieran circulando, la inflación, en lugar de desacelerar, se habría disparado.
Evitar los tironeos
No se puede pretender que la política fiscal y la monetaria sean ambas expansivas y que, a la vez, la inflación esté bajo control. Estos tironeos debieran evitarse porque acercan fósforos a una mecha. Tanto más cuando los mercados se convulsionan. No estamos en situación de jugar con fuego y, en estas circunstancias, la posición del Banco Central fue más prudente que la de sus críticos. La supervivencia de este modelo descansa, aunque a nadie guste, en la denostada bicicleta financiera: si los inversores – aparentemente de pesos, pero solo en apariencia – juzgaran en algún momento que hay un riesgo demasiado serio de perder dólares, huirían del peso y el final del modelo se precipitaría.
Hoy es políticamente incorrecto emitir para financiar el gasto exorbitante del gasto del Estado. Bien por eso. Sin embargo, ha vuelto a ser políticamente correcto el emitir para comprar los dólares que tomamos prestados en los mercados, dirigidos a financiar la misma exorbitancia. En ambos casos se trata de emisión para sostener el gasto. Pero ahora, además de emitir, nos endeudamos en moneda dura para quemarla en gasto corriente.
Pagamos dos veces intereses por los mismos fondos: una vez, cuando tomamos los dólares; y la otra, cuando debe esterilizarse la mayor parte de los pesos resultantes. El Estado asume dos deudas -una en dólares, otra en pesos- para obtener la misma masa de fondos.
Para evitar ese doble efecto, podría creerse que es más conveniente, y así parecen creerlo algunos funcionarios, migrar del financiamiento externo al interno. Ocurre, sin embargo, que los capitales internos son insuficientes para bancar la enormidad del gasto estatal: la tasa doméstica tomaría alturas impensables y el sector productivo quedaría ahorcado por desfinanciamiento. Además, si todo esto no fuera suficiente, la presión tributaria está aplastando la economía.
Para lograr que la economía crezca hay que bajar el gasto en primer lugar, y no al revés.
En definitiva, ninguna estrategia de financiamiento de gasto ordinario es sustentable en el tiempo; todas terminan destruyendo al sector privado. Debemos tratar el tumor (el gigantismo estatal) y no alimentarlo con nuevos órganos para que destruya.
Fue acertado anunciar una reducción de cargos públicos; la economía reclama sobriedad fiscal. Hubiera marcado un auténtico gol comunicacional haberlo hecho en diciembre de 2015.
No es momento de discutir el dogma gradualista, pero sí de calibrar su ritmo y secuencia. No dudamos de que sea riesgoso ir demasiado rápido; pero no lo es menos el llegar tarde con la solución y que un resbalón nos gane de mano. Las crisis, en última instancia, son soluciones en lo económico; pero significan serios traumas sociales y políticos.
Fuente: La Nación (Argentina)
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