Una de las grandes deformaciones en el debate ideológico actual se basa en el indiscriminado uso del término “modelo”, el cual supone los “conjuntos de procesos sociales y de producción dictaminados por el Estado que buscan asegurar la mejor relación posible entre las empresas y las economías domésticas, los principales participantes de la actividad económica”. Por modelo nos referimos, entonces, a las características más resaltantes que describen el ambiente económico y político establecido por un gobierno. Y aunque el uso del término facilita la transmisión de ideas, también presenta problemas que valen la pena ponderar.

Está, en principio, el problema del alcance del término, que no es otro que la incapacidad del mismo de albergar la compleja estructura económico-política imperante en un país. Por ello, debemos estar consientes de lo que asumimos al reducir la vasta estructura de variables que componen un “modelo” a un solo término (sea neoliberal, socialista, estatista o cualquier otro), reducción que termina –inevitablemente- constituyendose en absurda.

Luego está el problema del historicismo del modelo, y me refiero por ello al problema que surge al identificar una estructura de políticas bajo un mote que identifica los limitados ajustes que son capaces de producir los actores políticos durante su mandato. Esto es: el modelo económico vigente, en cualquier realidad estudiada, es la resultante de políticas establecidas hace decenas de años, ajustadas por los distintos gobernantes en cada periodo político, de tal forma que el resultado actual no es un modelo específico, sino la evolución –con avances y retrocesos- que decantan en un mix de mayor o menor grado de cada mote que describa el actual proceder.

Finalmente, está el problema de la identificación del origen del modelo. Es intuitivo, al hablar de un modelo, homologar al mismo con el mandatario de turno, alimentando con ello la inexacta creencia que el “modelo” imperante es el resultado de las acciones específicas del mandatario en cuestión, cuando -como hemos visto- a lo mucho es responsable de los ajustes que -sobre el complejo equipaje de normas e instituciones que provienen de gestiones anteriores- ha realizado.

Así las cosas, tildar a determinado proyecto como “neoliberal”, “socialista” u otro adjetivo es, por decirlo menos, un penoso ejercicio de simplificación y generalización que debe ser ponderado. Sí, es cierto que ayuda reducir ciertos proyectos a un solo mote, y de hecho no podemos criticar el ejercicio –ya que, indudablemente, facilita y economiza la transferencia de información-; empero, tanto el informante como el informado deben estar conscientes de las limitaciones del término.

* Juan José Garrido Koechlin es economista, fundador y Presidente Ejecutivo del Instituto Acción.

Fuente: HACER