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#España Esperanza Aguirre – por Javier Fernández-Lasquetty

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En la hora más triste de su trayectoria política, Esperanza Aguirre ha renunciado al último puesto público que desempeñaba, dirigiendo la oposición en el Ayuntamiento de Madrid. Lo ha hecho como consecuencia de las acusaciones formuladas por el juez de la Audiencia Nacional contra Ignacio González, quien le sucedió como presidente de la Comunidad de Madrid en 2012, después de haber formado equipo con ella durante veinte años. Nadie es culpable mientras un tribunal no demuestre lo contrario, cosa que en este caso evidentemente no ha sucedido aún, pero la gravedad de las acusaciones es tanta que Esperanza Aguirre no ha querido aguantar, atornillada al cargo, como si fueran una lluvia pasajera que bastara con abrir el paraguas y dejar que resbalen. No iría en el carácter ni, sobre todo, en el profundo sentido de la decencia que tiene Esperanza Aguirre el haber actuado con menos autoexigencia. Quienes hemos trabajado con ella muchos años sabemos que es muy exigente, pero sabemos también que ella se exige a sí misma mucho más.

No voy a hablar aquí de la honradez de Esperanza Aguirre, porque lo hice ya en otro artículo, un año atrás. Pienso lo mismo que entonces escribí: que Aguirre ha sido siempre una persona de una pulcritud extrema en el uso del dinero público, y que ha sido siempre honrada en su trato con las personas y en su lealtad a la palabra dada y al compromiso contraído con los electores.

Tampoco quiero dedicar este artículo a narrar los logros que alcanzó en cada responsabilidad política que tuvo. La grandeza de su política no la dan solo los números impresionantes de crecimiento económico y de mejora de Madrid durante sus años de gobierno, aunque cada uno de esos números se refiere a una persona concreta que pudo crear una empresa sin verse sepultada por impuestos o regulaciones. Esas cifras nos hablan de personas que pudieron, por fin, elegir libremente a qué médico dar su confianza, o a qué colegio llevar a sus hijos. Son las cifras, también, de personas que podían recibir de sus padres el fruto de su trabajo sin tener que mutilar el patrimonio familiar para pagar un impuesto de sucesiones que ella prácticamente suprimió. De Esperanza Aguirre basta decir que la ciudad de Madrid mejoró gracias a su paso por el Ayuntamiento. La educación en España pudo haber mejorado si se hubiera atendido su grito de alarma –el primero y el más sincero– ante la ignorancia promovida por las leyes socialistas. Fue también Aguirre quien a su paso por el Senado logró detener una reforma constitucional que hubiera introducido el confederalismo centrifugador escondido bajo la capa de una reforma aparentemente intrascendente. Fue finalmente en la Comunidad de Madrid donde mejor y de manera más duradera se ha visto hasta qué punto Esperanza Aguirre es de los pocos políticos que pueden decir con orgullo que dejaron siempre las cosas mejor que como las encontraron.

Toda la corrupción que bajo su gobierno se haya podido producir, en la medida en que sea juzgada, demostrada y condenada, nos llena de vergüenza y de repulsión, no solo a ella, sino a todos los que formamos parte de sus gobiernos, entre los que me incluyo.

Esperanza Aguirre ha cometido errores, por supuesto que sí. Y ha pagado ya por ellos. Pero junto a los errores visibles en la selección y en la vigilancia de sus colaboradores hay otro error más profundo, y estoy seguro de que a ella le es especialmente doloroso: el error de no haber aplicado los principios liberales en el caso del Canal de Isabel II. El error de no haber impuesto la privatización de una empresa que no tenía por qué seguir siendo pública.

Me consta que siempre quiso privatizar el Canal de Isabel II, la empresa pública que suministra y trata el agua de Madrid. Lo propugnaba cuando era concejala de Madrid, hace más de veinte años. Me consta (porque se lo escuché decir) que al presentarse a las elecciones madrileñas en el 2003 lo tenía en su lista de primeras medidas a adoptar si salía elegida. Fue elegida, y seguía queriendo poner el Canal en manos del sector privado, mediante un proceso transparente. Pero no llegó a imponerle la decisión a Ignacio González, y cuando quiso hacerlo en 2008 ya era difícil, porque la crisis económica no facilitaba que llegaran las inversiones necesarias.

Conste que el suministro de agua se hace mediante operadores privados, y no por empresas públicas, en muchas ciudades de España, y no digamos del mundo. Es lo lógico. ¿Por qué indignarse si el agua que bebemos la venden empresas privadas y no hacerlo por el hecho de que los alimentos que comemos nos los vendan empresas privadas? Tan imprescindible es el agua como los alimentos, y ambos estarán siempre mejor abastecidos si lo hacen individuos que se juegan sus ingresos al ofrecerlos de buena calidad al precio más barato posible.

Es cierto que la empresa pública del Canal de Isabel II suele dar beneficios, y sirve agua de buena calidad. Ese fue uno de los factores que probablemente hicieron que Esperanza Aguirre no impusiera su deseo de privatizarlo. Pero de no haber seguido en este punto sus principios viene ahora el lamento por los abusos denunciados en el uso de los fondos del Canal. El economista liberal Ludwig von Mises, en su gran obra La acción humana, dedica un capítulo al gobierno y el mercado. No es casualidad que ese capítulo termine refiriéndose a la corrupción. La frase final dice que “el intervencionismo genera siempre corrupción“. Y así es, en todo tiempo y en todo lugar.

A Esperanza Aguirre le ha costado su última responsabilidad política. Que lo tengan presentes los que ahora –casi todos, me temo– creen que lo que hay que hacer es ser aún menos liberales. Es justo al contrario.

Fuente: Libertad Digital (España)

La enorme energía de Esperanza Aguirre defendiendo a los Estados Unidos de la hipocresía de Manuela Carmena:

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