Ya le he dedicado muchas líneas de reflexión a la extraña actitud de la Corte Suprema de Justicia frente a la elección del fiscal general de la Nación. Sin embargo el triste espectáculo que el alto tribunal ha ofrecido a la comunidad nacional e internacional a este respecto, merece dedicarle unas líneas más. La más alta autoridad de la justicia en Colombia decidió entrar en una guerra de odios y rencores y ha llegado incluso al incumplimiento de su deber constitucional con tal de intentar ganar un pulso mediático contra el poder ejecutivo en cabeza de Alvaro Uribe Vélez.
Y se supone que los magistrados de las altas cortes son los compatriotas más idóneos para impartir justicia por encima de cualquier apasionamiento personal o simpatía ideológica, procurando siempre la más fiel observancia de la ley, el respeto profundo por la constitución y la búsqueda sincera de bien común. La actitud tibia y desinteresada que podría entenderse incluso como negligente, de la Corte Suprema al negarse sistemáticamente a decidir sobre el nombramiento del fiscal general de la Nación, dejando a la institucionalidad en un limbo inaceptable y excusándose en un aparente cumplimiento del procedimiento, pero sabiendo en el fondo que las sucesivas e infructuosas votaciones, más se parecen a una artimaña que a un procedimiento serio y responsable. Tantos meses de interinidad y de aparente indecisión no solamente han minado aún más la confianza de los colombianos en su poder judicial, sino que han generado una profunda herida institucional.
El pueblo colombiano aceptó y aplaudió como un acto de grandeza y madurez institucional la decisión de la Corte Constitucional de impedir una nueva reelección presidencial; no es lo mismo lo que los compatriotas sentimos hoy al ver la inmadurez y la pusilanimidad de una Corte Suprema que se sigue rehusando a cumplir con uno de sus deberes constitucionales y que le ofrece a la opinión pública un triste espectáculo en el que aparentan deliberaciones y votaciones tan inútiles como deslegitimadoras de la institucionalidad.
De ninguna manera es excusable, que algunas instancias del Estado atentaran contra libertades y derechos fundamentales a través de medios ilegítimos como grabaciones e interceptaciones ilegales, pero tampoco es aceptable que la Justicia propicie el choque de poderes y la deslegitimación del Estado. Frente a la intolerancia y a la esquizofrenia de los enemigos externos, lo último que necesita el país es que las propias instituciones se vuelvan en contra del Estado colombiano y generen inestabilidad e incertidumbre.
* Víctor Hugo Malagón es economista, especialista en política y relaciones internacionales, y profesor universitario.
Fuente: El Nuevo Siglo
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