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Chile

Chile: La segunda lágrima – por Eugenio D’Medina Lora

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Mientras Haití quedó devastado y prácticamente sometido no sólo a la solidaridad internacional, sino al orden imprescindible impuesto desde afuera, Chile se empieza a reponer con sus propias fuerzas económicas e institucionales.

En la pantalla de CNN, Soledad Retamales ilustra la impotencia ante esta clase de embates: “No pude salvar a ninguno”. Entre sollozos por la pérdida de su familia ante el desenlace del terrible terremoto de Chile de la madrugada del sábado 27 de febrero de 2010, esta mujer representaba lo que sentimos todos.

Aún no acaba de adormecerse la tristeza por la tragedia de Haití, cuando se suma esta segunda lágrima latinoamericana en la década. El terremoto de dimensiones bíblicas, de casi 9 grados Richter, va dejando ya su estela siniestra de numerosos muertos. Según el Gobierno de Chile, se sintió desde Antofagasta hasta los lagos del sur, abarcando aproximadamente el ochenta por ciento del territorio chileno, aunque el embate principal fue en las regiones del Maule y del Bío Bío, así como en las ciudades de Santiago de Chile y Concepción.

La tristeza inmediata, como no puede ser de otro modo, se suscita ante los padecimientos de la gente. La pérdida de vidas es conmovedora e irreparable. Pero seguidamente asoma la tristeza por la catastrófica situación en que han quedado las infraestructuras de diverso tipo: desde las viviendas y edificios hasta las autopistas, los puertos, los aeropuertos, los hospitales, las escuelas, entre otros. Una verdadera lástima por el esfuerzo grande que hizo Chile desde inicios de los noventa para potenciar sus infraestructuras públicas con esquemas novedosos para la región, que incluyeron extensivamente la participación de la inversión privada en proyectos públicos, a través de la utilización de modelos participativos público-privados.

El terremoto en Chile ha mostrado también, como perversa paradoja, las distancias que separan, de un lado, al que con total seguridad ha sido el país latinoamericano que más avanzó en desarrollo en las últimas cuatro décadas del país menos desarrollado de la región. La respuesta ante prácticamente similares eventos de la naturaleza es diametralmente opuesta: mientras Haití, por la pobreza de su economía pero también de su institucionalidad, quedó devastado y prácticamente sometido no sólo a la solidaridad internacional, sino al orden imprescindible impuesto desde afuera, Chile se empieza a reponer con sus propias fuerzas económicas e institucionales y hasta ya entrado el segundo día después del siniestro no ha solicitado ayuda internacional, a pesar de que ésta ha sido ofrecida por países vecinos latinoamericanos, europeos y por organismos internacionales de corte multilateral.

Sin embargo, si bien en un primer momento parecía que los estragos no serían tan devastadores, con el pasar de las horas se hace evidente que la destrucción ha sido terrible, especialmente y como suele suceder, en las zonas más pobres. En las más modernas, el celo regulatorio por la construcción de alta calidad, dados los antecedentes sísmicos del país, ha paliado mucho del impacto terrible que seguramente en otras capitales latinoamericanas hubiera producido tan devastador terremoto.

No puedo evitar, como testimonio personal, sentir especial congoja al ver a Santiago de Chile tan lastimada, ya que es una ciudad que me enamora profundamente. Una ciudad que en los últimos quince años apostó por cambios estructurales potentes, por ejemplo, en su vialidad interna, con increíbles autopistas urbanas, hoy es una urbe muy dañada. Muchos edificios que se ven en pie tendrán que ser restaurados o vueltos a construir por el daño estructural que presentan internamente. Y ni qué decir de la segunda ciudad más poblada del país, Concepción, que sí requerirá una reconstrucción muy extensa.

La disciplina de los chilenos así como su apego a la eficacia están siendo cruciales en esta hora de la tragedia y lo serán más en el largo proceso de reconstrucción. Una vez pasada la atención de los inmediatos damnificados, la tarea será recuperar la capacidad productiva, empezando por la puesta en servicio de la gran infraestructura pública chilena. Por supuesto que la coyuntura del cambio político tan importante que se cristalizará precisamente el próximo 11 de marzo con la llegada al poder de Sebastián Piñera y de la derecha chilena marcará implícitamente un desafío descomunal para el nuevo gobernante, cuando su liderazgo se ponga a prueba, sin “luna de miel” política de por medio. Porque el país que Piñera pensó recibir no es el que va a dejar Michelle Bachelet en pocos días.

Chile siempre fue un país entrañable, cercano y querido para mí, por razones de afectos desde familiares hasta de amistades cercanas, e incluso, de tipo profesional. En Santiago, Valparaíso, Viña del Mar o Arica siempre me sentí en casa, con amigos o con gente de la calle. Mi pasaporte jamás me resultó un problema. En vez de eso, se me retribuyó con cariño, aprecio, calidez y apertura. Por eso, un peruano que lleva a Chile en su corazón podría resultar extraño. Pero la realidad marca que no lo es tanto: incluso el Gobierno del Perú ha declarado al lunes 1 de marzo como día de duelo nacional por el vecino del sur. Estoy seguro de que muchos chilenos sienten en el fondo algo similar por el Perú. A pesar de que muy a menudo la política de ambos lados de la frontera nos dibuje un espejismo.

Eugenio D´Medina Lora es director ejecutivo del Centro de Estudios Públicos – Perú (CEPPER).

Fuente: Libertad Digital

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